En la continuidad de las entrevistas que Semanario En Marcha dedica a rescatar las voces de los vecinos que marcaron la historia local, Celia Miguel y Roberto Padín compartieron su recorrido de vida, un relato atravesado por el sacrificio, la confianza y el amor por lo construido en Daireaux.
Su comercio conocido durante casi cinco décadas como Rocemar Modas, de Celia Miguel de Padín, nació en el living de su casa ofreciendo ropa para mujeres, y con el tiempo se amplió también a la moda masculina, convirtiéndose en un emblema del comercio local.
Los primeros pasos
El inicio de la historia de Celia en el comercio textil fue humilde pero cargado de determinación. “Siempre me gustó vender, vender ropa especialmente. En el comedor puse unos estantecitos y empecé con ropa ahí”, recordó. Con un pequeño Renault 4 cargado de pulóveres comenzó a recorrer casa por casa, incluso en barrios alejados del centro y en localidades vecinas.
Un momento decisivo marcó su destino: gracias a un contacto familiar accedió a mercadería sin tener que pagar por adelantado. “Me miraron de arriba abajo y dijeron: quiere vender y no tiene plata. No hay problema, lléveselos. Cuando los venda nos manda el dinero”. Con esas 35 prendas iniciales Celia dio el primer gran paso: “En dos o tres días vendí todo. Mi marido hizo un giro y me mandaron 70 pulóveres más. Así empecé”.
El respaldo familiar fue fundamental. “Toda la familia Miguel me ayudó muchísimo. Mis tías, mis primas, todas me compraron”, recordó con emoción.
Del living al local propio
Con el tiempo, la casa se llenó de ropa y la necesidad de un espacio más grande se volvió ineludible. “En el lavadero Roberto me puso unos estantes, pero ya no alcanzaba. Justo se vendió el terreno de al lado y lo compramos. Hicimos el negocio de a poco, a mi gusto, pero con mucho trabajo”.
Así nació un local que funcionó durante 49 años y que se convirtió en referencia para generaciones de clientes de Daireaux y localidades vecinas. Allí, Celia desarrolló una atención personalizada que la distinguió: “Dejaba un talle y muchas veces te pedían otro. Tomaba nota y después llamaba por teléfono. Eran otros años, había confianza, la gente cumplía”.
Sacrificio y rutina de trabajo
El sacrificio fue una constante. Celia viajaba todos los meses a Buenos Aires para comprar mercadería. “Era un sacrificio muy grande, porque había que recorrer casa por casa (de ropa), ver precios y volver cargada en el micro. Al otro día ya estaba marcando precios y armando vidrieras. Pero me encantaba”.
Las jornadas eran largas: “Yo a las ocho de la mañana estaba acá y hasta las doce no volvía. Y a la noche, hasta cualquier hora”. Aun así, no descuidó su rol de madre. “Había que correr, pero Dios me ayudaba. Los chicos los crie a mi manera y todo salió bien”.
La clientela y la confianza
El negocio fue creciendo sobre la base de un vínculo humano muy fuerte. “Era un comercio de amigas y amigos. Vendía a cuenta corriente, fiado, y la gente cumplía. Hoy no se podría”. Esa relación trascendía lo comercial: “Hoy los veo por la calle y siento satisfacción de verlos. Estoy muy agradecida a Dios y a la gente que me acompañó”.
La variedad también fue un sello. Aunque vendió ropa para niños y jóvenes, Celia siempre tuvo predilección por la moda femenina: “Lo que más me gustaba vender era ropa de señora, era ropa muy linda”.
El trabajo en paralelo
Mientras Celia sostenía el comercio, Roberto construía su trayectoria en el Banco Nación, donde trabajó durante décadas. “El trabajo del banco no me hacía perder tiempo, todo lo contrario. Me sentía muy bien y el compañerismo ni te cuento. En esos años se hacía todo a mano, después llegó la tecnología, pero lo más importante era la ayuda de la gente”.
En paralelo, tuvo un kiosco en la terminal y se ocupó de la venta de productos Bonafide, con anécdotas pintorescas: “Pepo Mañanes trabajaba conmigo y en bicicleta recorría para llevar café y chocolates, incluso al intendente de entonces, porque no podía faltarle”, recordó entre risas.
El cierre y la nueva etapa
Hace dos años, Celia decidió cerrar el local, aunque su vocación permanece intacta. “Todavía me gusta vender, aunque sea un poco. El otro día hice una feria en el garaje”.
Hoy, junto a Roberto, disfrutan de una etapa distinta, marcada por la tranquilidad y la gratitud: “No cualquiera llega a 62 años de casados y a ver hijos, nietos y bisnietos. Creo que Dios nos mandó esta paz que tenemos”.
Una huella en la comunidad
Más que un comercio, el local de Celia se transformó en un espacio de encuentro y confianza, parte de la vida social de Daireaux. Su historia es la de una familia que, con esfuerzo y humildad, construyó no solo un sustento económico sino también un legado de cercanía, amistad y gratitud hacia la comunidad.